1.4.- Primera lección

Nada fuera de lo normal sucedió ese día. Llevar hijo a la escuela, pasar directo a la oficina, realizar labores propias de un trabajo, salir a comer algo, regresar y terminar el día de manera más que rutinaria.

Conduciendo a mi hogar fue cuando nuevamente retumbaron las palabras de Átropos: -"...tras recibir una breve pero exhaustiva instrucción en el manejo del icosaedron, Usted podrá llegar a elegir si realmente esas personas mueren o no..."-. También recordé que al día siguiente tenía el compromiso de asistir a mi capacitación y adiestramiento en el uso del poliedro de cristal.


Una vez más sentí la necesidad de hacer perdediso tan singular artilugio, pero pronto vinieron a mi mente esa amenaza que versaba: -"...somos muchos y tenemos todos los recursos necesarios para encontrarle."-. ¿En conclusión? Tenía que acudir a la casa.


Recién entré a mi hogar, mi esposa y mi hijo me recibieron con la noticia de que una maestra de su escuela primaria había fallecido, agregando que ese sábado por la tarde-noche ellos debían asistir a las exequias de la profesora. Como respuesta a la pregunta -"¿No te importa quedarte solo en la tarde del sábado?"- hubo un conciso "Sí" acompañado internamente con una enorme sensación de alivio, pues la verdad no hubiese podido zafarme de una tarde de paseo, cine o simplemente acudir a una plaza comercial.


Cenamos y platicamos, para que acto seguido papá y mamá se recostaran para ver un programa de televisión, mientras que el joven de la casa procedió a ejercitar todos los dedos con el control remoto de la consola de video juegos.


Pasaron no mas de dos horas cuando de repente sonó mi teléfono celular para indicarme que tenía un nuevo mensaje. Átropos me había enviado solo un recordatorio, esta vez sin su imagen, para indicarme que llegase a las 19:00 horas del día siguiente haciéndome acompañar de mi icosaedron.

Conversamos, miramos televisión y poco a poco la tarde se convirtió en noche y pronto eran casi la una de la madrugada. No supimos el momento exacto en el que nos quedamos dormidos. Pronto comencé a soñar y para mi asombro en el sueño estaba ya dentro de esa majestuosa y lúgubre mansión, con mi caja de cartón conteniendo mi icosaedron en mi mano derecha.

En el sueño al igual que en mi experiencia inmediata anterior, abrí la enorme reja de hierro fundido, subí los nueve escalones y abrí con mi mano derecha la pesada puerta de madera. Acto seguido y tras ser recibido por esos tiernos mininos, les entregué un enorme pedazo de jamón para que se dieran gusto. Nota mental: Llevar alimento para los mininos en mi cita del Sábado en el mundo real.

Como quien ya a estado muchas veces en el mismo lugar, procedí de inmediato a las escaleras que estaban a la izquierda, para posteriormente y ya en el primer piso de la casa, encontrarme en el umbral de la habitación que estaba iluminada por esa llamita color ámbar.

A diferencia de la ocasión anterior, Átropos no estaba hincada orando, sino que estaba de pié a la izquierda de ese enorme crucifijo, que hasta ese momento noté que se encontraba completamente vacío. Tendió su huesuda mano derecha para entonces con su dedo índice hacerme la seña de que me acercase. Caminé con paso firme y lento, hasta que ella misma me indicó con su voz y con su mano que me detuviese.


-"Veo que ha traído Usted su icosaedron. Me da gusto."- Agradecí con un murmullo y muy pronto noté que de los cuadros, los tapices y frisos venían murmullos como cuando uno está en presencia de mucha gente en un lugar cerrado. Levantando la mano derecha con la palma abierta y los huesudos dedos completamente extendidos, Átropos ordenó a todos los "presentes" que guardasen el más absoluto de los silencios. Pronto la habitación era más silenciosa que una tumba.


Retirándose su capucha o caperuza y mostrando una abundante cabellera negra, la adusta dama me ordenó: -"Saque el icosaedron de la caja"-. Obediente y diligente coloqué la caja en la palma de mi mano izquierda y retirando la tapa y la esponja protectora, saqué con mucho cuidado la bella figura geométrica. Haciendo una genuflexión deposité con cuidado la caja y la esponja en el piso y tras ponerme de pie, tomé con ambas manos la pieza de cristal.


-"Sostenga el icosaedron tan lejos como pueda de Usted, tomándolo con ambas manos"-. Fue su siguiente instrucción que en cuanto notó que la realicé, de inmediato continuó la instrucción: -"Ahora levántelo poco a poco con ambas manos sin doblar los codos, dejándolo justo por encima de su cabeza tan lentamente como le sea posible."-. Tardé casi treinta segundos y exactamente cuando estaba justo sobre mi cabeza, el icosaedron comenzó a vibrar y a emitir una luz de color rojizo naranja cada vez más brillante.


-"El icosaedron comenzará a calentarse cada vez más, pero Usted no sentirá nada. Sosténgalo firme y espere hasta que la intensidad de la luz no varíe más"-. Seguí obediente sus instrucciones y pronto toda esa habitación estaba tan iluminada, que apenas y podía distinguir los detalles de las paredes, los tapices, el mobiliario. -"Sosténgalo así por treinta y tres segundos. BIen... Ahora hágalo descender a su cabeza doblando solo los codos... Bien... Así déjelo por treinta y tres segundos... Excelente... Ahora extienda sus brazos nuevamente y en cuanto estén extendidos, hágalo descender hasta que quede frente a Usted."-.


Una vez que estuvo delante de mi, todo el icosaedrón mostraba una sola escena. Ya no era una sola escena por cada triángulo. En ese momento ella me ordenó: -"Sienta cómo la escena lo envuelve. Ahora Usted está dentro de la escena. ¿Lo siente?"-. En ese momento intenté concentrarme, pero muchas cosas a mi alrededor me distraían. Con una voz extrañamente calmada me indicó con tono casi maternal: -"No se apure. Ese es el paso más crítico del entrenamiento. Lleve ahora el icosaedrón a su pecho"-. Una vez hecho eso, el mágico objeto perdió todo brillo y quedó tan inerte como al principio.


-"Cuando Usted despierte, recordará todo cuanto aquí vio y sintió. Recuerde que esto no debe de saberlo nadie más y que en unas horas, catorce para ser exactos, deberá de estar aquí ante mi presencia"-. Guardé el icosaedrón en su caja, coloqué la esponja protectora y hecho esto, sentí como si un enorme tornado me succionara por completo arrancándome de esa habitación para violentamente depositarme de nuevo en ese cuerpo que estaba "dormido" en mi cama.


De inmediato desperté bañado en sudor y con la sensación como si hubiese sido aventado con toda fuerza en mi cama. Algo dolorido y con mucha necesidad por orinar, me levanté de la cama para ir al sanitario. Ahí frente al excusado me dí cuenta entonces que mis manos tenían aún las marcas que el icosaedrón había dejado en mis sueños y recordaba con absoluta perfección todo lo aprendido hacía apenas unos minutos. Consulté la hora en mi reloj y efectivamente, faltaba poco menos de catorce horas para estar presente en lo que estaba seguro sería mi segunda lección en el uso del artefacto que Átropos me había confiado.


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