1.7.- Domingo

Desperté poco después de las once de la mañana, pues a esa hora ya la jaqueca no me permitía seguir durmiendo. Pasé como pude sin molestar a sus Majestades Imperiales Los Gatos que dormían plácidamente a los pies de ambos en el lecho conyugal. Llegué al baño para de inmediato experimentar la típica náusea matutina producto de la jaqueca. Tres sesiones de ahorcajadas y cuatro intentos de limpiar los conductos nasales después, procedí a realizar actividades reservadas para ese ídolo de porcelana que me recibía frío e impasible.

Tras realizar las evacuaciones pertinentes y lavar mis manitas con agua y con jabón, procedí a la toma de dos pastillas de quinientos miligramos del analgésico más popular sobre la faz de la tierra, haciéndolo acompañar con unos sorbos de bebida endulzada y gasificada que me había preparado para la sed nocturna. Me recosté un momento a esperar que las pastillas hicieran su efecto y como si fuese un milagro, pude experimentar esa maravillosa sensación de cuando el alivio llega poco a poco pero de manera efectiva.

Cuando mi esposa despertó, yo ya estaba viendo en televisión un documental de cómo se fabricaban algunos enseres comunes. Eso siempre me maravilló desde muy temprana edad. Nos vimos uno a otro y tras el "buenos días", ella salió como alma que lleva el diablo a realizar sus abluciones matutinas. Sería el conjunto de sonidos que papá y mamá estaban produciendo lo que le despertó, pero muy pronto mi hijo abrió la puerta de su habitación para saludarnos y salir al baño de la planta baja para hacer lo propio.

-"¿Qué quieren desayunar?"- fue la pregunta de mamá. Tras consenso democrático de todos los ahí presentes se decidió por omelette de queso con atún. ¿Traducción? Papá hará las omelettes esta mañana pues a él no se le rompe la tortilla de huevo y le quedan supremas. Me instalé en la cocina y procedí metódicamente a prepararlas. El alivio proporcionado por las aspirinas me dio todos los ánimos para llevar a cabo mi culinaria tarea.

Desayunamos en cama y viendo televisión. Fue entonces que ya tranquilo y sin ese intenso dolor de cabeza recordé que tenía que hacer "tarea" que me había asignado la maestra Átropos. Revisando la agenda del día fue entonces que me dí cuenta que esa actividad la debía reservar para en la tarde después de las diez y siete horas.

Salimos a realizar todas las actividades programadas como a las doce del mediodía. Todo tranquilo. A las diez y seis horas con cuarenta y cinco minutos ya estábamos de regreso en casita y yo más que impaciente por hacer mi tarea. Con el pretexto de que tenía que revisar unos correos electrónicos que acababan de llegar, procedí a encerrarme en mi estudio.

Ya con el icosaedron en la mano, procedí entonces a realizar la rutina que le activaba. La escena que vi entonces me dejó petrificado. Era ni mas ni menos que el esposo de una amiga que estaba teniendo relaciones sexuales con una mujer que no era mi amiga. Me sentí el chismoso más denigrante sobre la faz de la tierra, así como también el hijo de puta más desgraciado de este mundo, pues con solo retirar mi vista de la escena sería suficiente para que ambos personajes muriesen. Evalué rápidamente las consecuencias de que él y ella fenecieran. Sería la amistad que tenía con la cornuda amiga mía que decidí presionar con mi dedo índice derecho el poliedro de cristal y perdonarles la vida al parecito de facinerosos amantes.

Dejé con cuidado en mi escritorio el icosaedro y quedé pensativo. Cada vez más sentía como las responsabilidades e implicaciones éticas, morales y de cualquier índole crecían y crecían a cada instante. Me había convertido en un absoluto dueño del destino final de amigos, enemigos y personas que nunca había conocido. El escenario era abrumador. Pasaron como treinta minutos hasta que nuevamente estaba practicando. La escena era la de un tipo que de entrada parecía nefasto. Para colmo de males el individuo en cuestión blandía un arma en la cara de una dama indefensa. Esperé a que ese imbécil estuviese solo en la escena para decretar su muerte, pero poco antes de siquiera deshacer el contacto, sería por cansancio de mi brazo izquierdo que moví un poco el icosaedrón mostrándome más cosas dentro de la misma escena, haciendo aparecer al mismo tiempo algo que parecía ser un indicador color rojo como para tiro al "blanco" u objetivo, como si se tratase de apuntar una arma.

Atónito por el nuevo descubrimiento, no me dí cuenta de cuándo hice el "corte" de escena, pero de que ese hijo de perra había muerto no cabía duda alguna. Dejé nuevamente en el escritorio el pesado artilugio para hacer descansar mis extremidades superiores. ¿Qué es lo que sucedió? ¿Por qué apareció ese indicador de puntería color rojo? ¿Por qué de repente se ponía en color verde, ámbar y/o rojo? En esos pensamientos estaba cuando mi celular me dio una respuesta parcial a mis preguntas. En un mensaje de texto Átropos me decía: -"Deje esas preguntas para el miércoles".- Donde manda capitana...

No invertí más tiempo en mi tarea. Era domingo y la verdad creí que con un poco más el lunes y martes sería suficiente para presentarle a mi severa mentora mucho avance en el uso del icosaedron.

Salí del estudio y lo que vi me dio risa y me dejó una duda. Los dos mininos de casa estaban muy seriesitos, sentaditos y atentos a mi persona. Cómo me recordaron a los mininos que moraban en la mansión de Átropos. ¿Se darían cuenta de lo que hice? ¿Sospechaban de mí y de mis nuevas responsabilidades y poderes? Fue entonces que mi esposa e hijo bajando las escaleras me hicieron notar que ahí estaban los dos desde hacía casi media hora, esperando a que yo saliera. Fingiendo asombro y duda por no saber qué pasaba, procedía a pasar al refrigerador por una bebida, un poco de queso y unos pedazos de pan.

El resto de ese domingo todo pasó como cualquier otro domingo. Preparativos para el día siguiente, guardado de ropa recién lavada, cena ligera y a dormir temprano. Mañana sería otro día.


Continuar con "1.8.- El puntero --->"

No hay comentarios:

Publicar un comentario